domingo, 21 de julio de 2013
Las Cachuas de Cabral
14:46
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Al marcar las doce de la media noche del Viernes Santo, en Cabral, en la región Suroeste, el silencio nocturno es roto por el estridente sonido de un látigo. En las calles semi oscuras puede verse salir de entre las sombras a unas figuras con disfraces con alas de murciélagos y caretas multicolores adornadas por musicales cabelleras de papel vejiga. Es una madrugada que la gente duerme y entre sueños escucha el feliz repiquetear de los fuetes y sabe que al despuntar el alba cientos de adultos y niños poblarán cada rincón de ese pueblo, en una alegre y poco explicada fiesta que se extenderá por tres hermosos días, aquellos en que Las Cachúas dominarán el escenario.
Esta es una celebración que traspasa el tiempo y la memoria de los ancestros, sin que nos hayan legado cuándo y cómo inició; nuestros viejos, como Belisario Féliz, solo nos dicen que a su niñez ya Las Cachúas tenían años de existencia. Lo que si sabemos que esa cachúa del siglo XXI, la que ha sobrevivido a los siglos, ha evolucionado, tanto en el disfraz, la careta, los días de celebración, como en su comportamiento social.
Hay que repetir que hasta ahora el origen de Las Cachúas es completamente desconocido. Los documentos que han llegado hasta nosotros relativos a la región, producidos en el siglo XIX y en la primera mitad del XX, no mencionan la celebración y aun los pocos que existen en el ayuntamiento de Cabral no hacen referencias a ellas. De allí que la reconstrucción de su devenir histórico-social ha sido posible gracias a la dilatada tradición oral.
Se ha sostenido que Las Cachúas tienen un origen afro, y así fue demostrado por el sacerdote sairense Pedro Muamba Tujibikile en su trabajo Las Cachúas, publicado en 1992. Él analizó el significado de cada elemento que compone su disfraz, careta y fuete, sus colores y formas, asociándolo con las culturas africanas. Nosotros, aceptando la opinión de nuestro sacerdote, hemos lanzado la hipótesis, en el libro Historia del Pueblo de Cabral, de que su origen hay que buscarlo en las costumbres de los cimarrones del maniel de Neiba, asentados en Los Naranjos en 1791 e integrados a Rincón a partir de 1810. Todo indica que muchos de ellos se integraron al sitio Los Botaos. Así, tal vez nuestras Cachúas surgieran de allí, y sean más bien Cachúas botaeras.
Las referencias orales indican que en los primeros años del siglo XX Las Cachúas no tenían mucha definición, no se recuerda a plenitud la forma del disfraz y es sabido que algunos se cubrían el rostro con cueros de chivo o de res y caparazón de hicoteas, otros construían las caretas en madera e incluso se llegó a emplear el cráneo de algún animal, incluyendo el caimán, muy común en la laguna de Rincón. Estos eran implementos naturales propios de la región.
La opinión común más socorrida es que los cambios en Las Cachúas fueron introducidos por el inmigrante puertoriqueño-bayamonense Ramón Suárez Rodríguez, quien arribó al pueblo aproximadamente en 1902 y se naturalizó dominicano en 1903. Ramón Suárez era un habilidoso y creativo ebanista-carpintero-albañil, quien poseía divinas manos para tallar maderas. Aunque tal vez muy pocos trabajos atribuidos a él se conocen, es sabido que el bello altar de vieja iglesia y el propio templo, fueron levantados por él y los que lo recuerdan le atribuyen una sobria exquisitez que traspasaba la pobreza de la localidad. El legado a su familia señala que era un diestro artesano y poseía un profundo amor por la cultura, siendo además, de sentimientos sensibles, pues su muerte, según se ha expresado, fue debido a una profunda “precundía” o tristeza y depresión, tras el fallecimiento de su primer vástago nacido en Cabral.
Se ha aceptado, aunque no se sabe cuándo, que la forma del disfraz, con sus características alas de murciélagos fueron innovadas por él, en consonancia con lo vivido en Ponce, pues en aquella ciudad el vestido de los Vejigantes emplean alas similares a las de Las Cachúas. Asimismo, su creatividad de artesano imprimió cambios en la careta, al emplear papeles multicolores para su adorno. A partir de estas características podemos situar los cambios de las caretas y los disfraces a partir de la segunda década del siglo XX, cuando varias tiendas se instalaron en el pueblo, vendiendo telas y papel. Nuestros centenarios y nonagenarios expresan que las caretas poseían tales características ya en la década de 1920-1930 y los hijos de Ramón Suárez, como Inés Suárez, han aseverado que pequeños veían a su padre enfrascado en su construcción.
Para la década de 1940 ya el disfraz y la careta estaban completamente definidos. Por entonces, primaban los colores verde y rojo, con el pantalón hasta las rodillas y las mangas hasta los codos y desde allí medias que cubrían el resto de las extremidades. Las caretas representaban los animales de la zona: pico de cotorra, hocico de puerto, boca de caimán, rostro desfigurado y otros que la creatividad popular así lo quisiese.
En la década de 1950 el disfraz comenzó a cambiar: se alargaron los pantalones y las mangas de camisas y se comenzó a utilizar telas de ramos. Así es observable en una fotografía de 1963, cuando Las Cachúas hicieron una presentación en el Estadio Quisqueya, en agosto de ese año. Los finales de la década de 1960 y la de 1970 fue crucial para la evolución de las Cachúas, la tecnología, con la aparición del cine consuetudinario en el pueblo y la televisión, contribuyeron a cambiar las caretas, pues las películas del luchador enmascarado El Santo influenciaron a tal punto, que su careta de tela ceñida al rostro se adoptó como parte del disfraz, siendo adornada con alfileres y gomitas elásticas, así como espejos en los lados de los oídos. Como este tipo de careta no ocultaba ni distorsionaba la voz, siempre se cambiaba el tono, casi siembre en una vocecilla imperceptible, procurando mantener la tradición del Cachúa desconocido, aunque ya sin cachos.
Contemporáneo con la careta vino el uso del traje. Fue en esta etapa que se adoptó una sola manta, muy propio del barrio La Peñuela, para disfrazarse y se forzó y aceptó el uso de cortinas. Ambas eran adornadas por tiras por toda la orilla de la tela y regularmente, en el caso de una sola manta, se combinaba con el pantalón y la careta. Las cortinas dieron origen al estribillo “La cortina de mamá la cojieron pa difrá”, como una burla a los que la utilizaban. Aunque ambos disfraces introdujeron cambios en el tradicional, ambos son productos de la necesidad económica de los cabralenses y su deseo de participar en las fiestas. La manta tenía como destino servir para un pantalón al término de las festividades.
La década de 1980 trajo la aparición de disfraces foráneos, caretas de plástico y caucho, trajes de super héroes, de ninjas y de otras representaciones y se perdió la costumbre del escepticismo del cachúa, que evitaba se le conociera antes del último día de las fiestas. Así, la gente perdió interés por el uso de la careta y comenzó a salir a las calles con el rostro descubierto y con medios disfraz o amarrados a la cintura. Esto generó el estribillo: “Las cachúas sin careta se merecen tre galleta, la cachúa sin disfra se merecen tre patá”. El resultado de esta costumbre es un poco uso de las caretas tradicionales.
Los cambios han continuado en las décadas de 1990 y 2000, principalmente en el disfraz. En la confección de los disfraces se ha comenzado a utilizar telas de brillo masivamente, no se emplea las tiras características ni el vuelo plisado que cubre la cintura y los hombros, cambiando de ser un mameluco enterizo a dos piezas, dividiendo y empequeñeciendo las grandes alas. He observado este tipo de disfraces aun en dirigentes y jefes de grupos de cachúas en el pueblo.
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